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La Torre de Hercules

La vieja maestra.

Valga este cuento de Guareschi, donde salen Don Camilo y Peppone, como homenaje a todas aquellas maestras nacionales ( de cualquier ideologia politica ) cuyo deber era "desasnar" a las siguientes generaciones:

 

EL monumento nacional del pueblo era la vieja maestra, una mujercita pequeña y flaca conocida de todos por cuanto había enseñado el abecé a los padres, a los hijos y a los hijos de los hijos. Ahora vivía sola en una casita un tanto alejada del poblado e iba tirando adelante con nada más que la pensión, porque cuando enviaba a comprar cincuenta gramos de manteca, o de carne o cualquier otro alimento, le cobraban por los cincuenta, pero siempre le daban dos­cientos o trescientos.

Con los huevos el piadoso engaño no resultaba porque, aunque una maestra tenga dos o tres mil años de edad y haya perdido la noción del peso, la vez que pide un par de huevos y le dan seis, se da cuenta. Resol­vió el problema el médico un día que la encontró y vién­dola muy desmejorada le ordenó que eliminara los hue­vos de su alimentación, pues por lo que le dijo no le sentaban.

La vieja maestra infundía respeto a todos y el mismo don Camilo procuraba pasar de largo, pues desde el día en que desgraciadamente su perro había saltado en el huerto de la señora Josefina y le había roto una maceta de geranios, todas las veces que la vieja encontraba a don Camilo lo amenazaba con el bastón y le gritaba que existe un Dios también para los curas bolcheviques.

No podía tragar a Pepón, quien, de niño, iba a la escuela con los bolsillos llenos de ranas, pajaritos y otras porquerías, y que una mañana llegó cabalgando en una vaca junto con aquel otro melón del Brusco, que le hacía de palafrenero. Poquísimas veces salía de su casa y no hablaba nunca con nadie, pues siempre había odiado la chismería, pero cuando le dijeron que Pepón había sido elegido alcalde y escribía manifies­tos, entonces salió. Se dirigió a la plaza, se detuvo delante de un manifiesto pegado en el muro, se caló los anteojos y lo leyó de cabo a rabo ceñudamente. Luego abrió su bolso, sacó un lápiz rojo y azul, corrigió los errores y escribió al pie del manifiesto: 4. ¡Asno!

Detrás de ella estaban los más poderosos "rojos" del pueblo, que miraban pensativos, cruzados de brazos y apretando las mandíbulas. Pero ninguno tuvo el valor de decir nada.

La leñera de la señora Josefina estaba en el huer­to, detrás de la casa, y siempre la tenía bien provista, porque de noche no faltaba quien saltase el cerco y fuera a echar en el montón dos o tres leños o un haz. Pero ese invierno fue crudo y la maestra tenía dema­siados años sobre sus pequeñas espaldas encorvadas como para no salir vencida. Así, no se la vió más por ninguna parte, ni tampoco se daba ya cuenta de que cuando mandaba a comprar dos huevos le enviaban ocho. Y una noche, mientras Pepón estaba en la sesión del Concejo, alguien vino a decirle que la señora Jose­fina lo hacía llamar y que se diese prisa porque ella para morir no tenía tiempo de esperar que hiciese su comodidad.

Don Camilo había sido llamado antes y había co­rrido enseguida, sabiendo que se trataba de horas. Ha­bía encontrado una gran cama blanca y en ella una viejecita tan pequeña y tan flaca que parecía un niño. Pero no había perdido del todo los sentidos la vieja maestra y apenas vió la gruesa mole negra de don Camilo, soltó una risita.

-¿Le gustaría, eh, que ahora yo le confesara que he hecho un montón de indecencias? En cambio, nada de eso, querido señor párroco. Lo he llamado porque quiero morir con el alma limpia, sin rencores. Por lo tanto le perdono haberme roto la maceta de ge­ranios.

-Y yo le perdono haberme llamado cura bolche­vique -susurró don Camilo.

-Gracias, pero no era necesario -contestó la viejecita-. Pues lo que vale es la intención con que se obra, y yo lo llamé cura bolchevique como llamaba asno a Pepón, sin ánimo de ofender.

Don Camilo, con dulzura, empezó un largo dis­curso para hacer comprender a la señora Josefina que ése era el momento de despojarse de toda humana pro­sopopeya, hasta de la más pequeña, para tener la espe­ranza de ir al Paraíso ...

-¿La esperanza?-lo interrumpió la señora Jo­sefina-. ¡Yo tengo la seguridad de ir al Pa-raíso!

-Este es un pecado de presunción -dijo don Camilo dulcemente-. Ningún mortal puede tener la seguridad de haber vivido siempre conforme a las leyes de Dios.

La señora Josefina sonrió.

-Ningún mortal, excepto la señora Josefina -respondió-. ¡Porque a la señora Josefina esta no­che Jesucristo ha venido a decirle que irá al Paraíso! ¡Así, pues, la señora Josefina está segura, a menos que usted no sepa más que Jesucristo!

Ante una fe tan formidable, tan precisa e inequí­voca, don Camilo quedó sin aliento y se retiró en un ángulo a decir sus plegarias.

Después llegó Pepón.

-Te perdono lo de las ranas y demás inmundi­cias -dijo la vieja maestra. -Te conozco y sé que en el fondo no eres malo. Rogaré a Dios para que te per­done tus grandes delitos.

Pepón abrió los brazos.

-Señora -balbuceó-; yo no he cometido nunca un delito.

-¡No mientas! -replicó severamente la señora Josefina-. Tú y los demás bolcheviques de tu raza habéis echado al rey, desterrándolo en una isla lejana para dejarlo morir de hambre junto con sus hijitos. La maestra se echó a llorar, y Pepón, viendo llorar una viejecita tan pequeña, sintió deseos de ponerse a gritar.

-No es cierto -exclamó.

-Es cierto -repuso la maestra-, me lo ha dicho el señor Biletti, que oye la radio y lee los diarios.

-¡Mañana le rompo la cara a ese reaccionario inmundo! -mugió Pepón-. Don Camilo, ¡ dígale usted que no es cierto!

Don Camilo se acercó.

-La han informado mal -explicó suavemente-. Son todas mentiras. Ni isla desierta ni muertos de hambre. Todas mentiras, se lo aseguro.

-Menos mal -suspiró la viejecita tranquilizada.

-Además -dijo Pepón-, no fuimos solamente nosotros los que lo echamos. Hubo la votación y re­sultó que los que no lo querían eran más que los que lo querían, y entonces se ha ido, pero nadie le ha dicho ni hecho nada. ¡Así funciona la democracia!

-¡Qué democracia! -dijo severamente la señor­a Josefina-. A los reyes no se los echa.

-Disculpe -dijo a su vez Pepón, turbado. ¿Qué podía contestar?

Luego la señora Josefina, algo más tranquila, habló.

-Tú eres el alcalde -dijo- y éste es mi testa­mento: la casa no es mía y mis pocos trapos debes darlos al que los necesite. Quédate con mis libros, que te hacen falta. Debes hacer muchos ejercicios de com­posición y estudiar los verbos.

-Sí, señora -respondió Pepón.

-Quiero un funeral sin música porque no es una cosa seria. Quiero un funeral sin coche fúnebre. Quie­ro que lleven el ataúd en hombros como se usaba en los tiempos civilizados, y sobre el ataúd quiero la bandera.

-Sí, señora -contestó Pepón.

-Mi bandera -prosiguió la señora Josefina-. La que está allí junto al armario. Mi bandera, con el escudo.

Y esto fue todo, porque después la señora Jose­fina susurró: "Dios te bendiga, aunque seas bolche­vique, niño mío". Y cerró los ojos y no los re­abrió más.

La mañana siguiente Pepón convocó en la Muni­cipalidad a los representantes de todos los partidos, y cuando estuvieron presentes les dijo que la señora Josefina había muerto y que la comunidad, para expre­sarle el reconocimiento del pueblo, le tributaría solem­nes funerales.

-Esto lo digo como alcalde y como tal e intér­prete de la voluntad popular los he llamado para que después no me reprochen haber procedido por mi sola cuenta. El hecho es que la señora Josefina ha maní­festado ser su última voluntad que se conduzca el ataúd en hombros y sobre el ataúd quiere la bandera con el escudo. Diga aquí cada cual su opinión. Los represen­tantes de los partidos reaccionarios hagan el favor de quedarse callados, pues de todos modos sabemos muy bien que serían dichosísimos si además trajéramos la banda para tocar la así llamada marcha real. .

Habló en primer término el representante del Partido de Acción; y hablaba bien porque era un di­plomado.

-¡Por consideración a un solo difunto no pode­mos agraviar a los cien mil muertos con cuyo sacrificio el pueblo ha conquistado la república!

Y siguió por este estilo, argumentando con mucho calor y concluyendo que la señora Josefina había tra­bajado con la monarquía, pero por la patria, y por lo tanto nada era más justo que sobre el féretro fuese desplegada la bandera que hoy representa a la patria.

-¡Bien! -aprobó Begollini, el socialista, que era más marxista que Marx-. ¡Ha terminado la era de los sentimentalismos y de las nostalgias: ¡si quería la bandera con el escudo debió morir antes !

-¡Bah, ésa es una estupidez! -exclamó el botica­rio, jefe de los republicanos históricos-. Se debe decir más bien que hoy la ostentación pública de dicho em­blema en un funeral podría suscitar resentimientos que desnaturalizarían la ceremonia, convirtiéndola en una manifestación política y disminuyendo, si no destru­yendo, su noble significado.

Tocóle el turno luego al representante de los demócratas cristianos.

-La voluntad de los muertos es sagrada -dijo con voz solemne-. Y la voluntad de la difunta es par­ticularmente sagrada para nosotros, puesto que todos la amamos, la veneramos y contemplamos. su actividad prodigiosa como un apostolado. Precisamente por esta veneración y este respeto a su memoria, somos del parecer que debe evitarse cualquier acto irrespetuoso, aunque mínimo, el cual, si bien enderezado a otro pro­pósito, sonaría como una ofensa a la sagrada memoria de la extinta. Por eso, también nosotros nos asociamos a quienes desaconsejan el uso de la vieja bandera.

Pepón aprobó gravemente estas palabras con un movimiento de cabeza. Volvióse luego hacia don Ca­milo, que también había sido convocado. Y don Cami­lo estaba pálido.

-¿Qué opina el señor párroco?

-El señor párroco, antes de hablar espera escu­char el parecer del señor alcalde.

Pepón se compuso la garganta y habló.

-En mi condición de alcalde -dijo- les agra­dezco la colaboración y como alcalde apruebo la idea de evitar la bandera pedida por la difunta. Pero, como en este pueblo no gobierna el alcalde sino los comu­nistas, yo, como jefe de los comunistas digo que me importa un comino el parecer de ustedes y mañana la señora Josefina irá al cementerio con la bandera que ella quiere porque yo respeto más a la finada que a todos ustedes vivos, ¡y si alguno tiene algo que obje­tar lo hago volar por la ventana! ¿Tiene el señor cura algo que decir?

-Cedo a la violencia -contestó don Camilo, sin­tiéndose volver a la gracia de Dios.

Y así el día siguiente la señora Josefina marchó al cementerio en su féretro, cargado por Pepón, el Brus­co, el Pardo y Bólido. Los cuatro llevaban al cuello pañuelos rojos como el fuego, pero sobre el ataúd iba la bandera de la señora maestra.

Cosas que suceden allá, en ese pueblo extrava­gante donde el sol martillea en la cabeza de la gente y donde la gente razona más a palos que con el cere­bro, pero donde por lo menos se respeta a los muertos.

 

Cualquier fallo de la traduccion, es culpa, no solo del traductor, sino del que aqui ha publicado, que corrigio como mejor pudo.Y quemis maestras me corrijan mis errores :-).

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